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martes, 23 de octubre de 2012

Antiguas Brujerias (Algernon Blackwood) Capitulo 3





Antiguas brujerías. Capitulo II
(CAPITULO 1 parte 1 aqui)
(CAPITULO 1 parte 2 aqui)
Algernon Blackwood.


Creo que fue al quinto día de estar allí —aunque en este detalle a veces variaba su relato— cuando hizo un descubrimiento definitivo, que aumentó su inquietud y le condujo al más vivo acmé de la ansiedad. Antes de esto ya había sentido que se estaba verificando un cambio dentro de sí mismo y que habían acontecido ciertas sutiles transformaciones en su carácter, modificándose incluso algunos de sus pequeños hábitos. Y él había fingido ignorarlo. Esto otro, sin embargo, no lo pudo ignorar por mucho tiempo; y le aterró.



A lo largo de toda su vida casi nunca se había mostrado muy positivo, sino más bien francamente negativo, acomodaticio y complaciente; sin embargo, cuando la necesidad le obligaba a ello, era capaz de actuar con razonable vigor y tomar una decisión relativamente enérgica. El descubrimiento que acababa de hacer, y que tan viva angustia le había producido, era que esta capacidad habla disminuido realmente hasta desaparecer por completo. Le era imposible reagrupar su mente dispersa. Porque este quinto día se dio cuenta de que ya había permanecido bastante tiempo en la ciudad y de que, además, por razones que sólo vagamente podía intuir, lo más prudente y seguro era abandonarla.

¡Y se daba cuenta de que no podía dejarla!

Todo esto es muy difícil de expresar en palabras, y fue más, el gesto y la expresión de su cara lo que hizo comprender al doctor Silence el grado de impotencia a que Vezin había llegado. Toda aquella vigilancia, todo aquel espionaje —dijo—, le habían envuelto, por así decir, en una densa red que le tenía atrapado y le imposibilitaba toda huída; se sentía como una mosca enredada en una enorme telaraña; estaba cogido, a presado, y no se podía escapar. Era una sensación angustiosa. Había sido invadida su voluntad por un insidioso entumecimiento que la dejaba incapaz de la menor decisión. La simple idea de acción —en el sentido de escaparse— le empezaba a causar terror. Todas sus fuerzas vitales estaban dirigidas ahora hacia las profundidades de sí mismo, luchando por arrastrar hacia la superficie algo que yacía enterrado allí, casi más allá de sus propios alcances. Se vio obligado a reconocer la indudable existencia de algo que él, sin duda, había ya olvidado hacia mucho tiempo, quizá años o, más aún, quizá siglos. Parecía como si se estuviese abriendo una ventana en las profundidades de su ser, ventana que le iba quizá a revelar un mundo completamente distinto y desconocido, aunque en, cierto modo, incomprensiblemente, vagamente familiar también. Aún más allá de este mundo, imaginaba una cortina enorme; y, cuando ésta se descorriese, se ofrecería a sus ojos un panorama más amplio de esta misma región; y, por último, sería capaz de empezar a comprender la vida secreta de aquella insólita ciudad.

—¿Tendrá esto alguna relación con su vigilancia? —se preguntaba con el corazón encogido—. ¿Será que están aguardando el momento en que yo me una a ellos... o los rechace definitivamente? Entonces, en última instancia, ¿la decisión depende de mí y no de ellos?

Y fue entonces cuando por primera vez se le apareció el verdadero carácter siniestro de la aventura, por lo que sintió una angustia sofocante. Estaba en juego l a estabilidad de su pequeña y vacilante personalidad, y sintió pavor en el fondo de su corazón. ¿Por qué, si no, habría adquirido la costumbre de caminar furtivamente, sigilosamente, haciendo el menor ruido posible y mirando constantemente detrás de él? ¿Por qué, si no, habría andado siempre casi de puntillas por los pasillos de la posada prácticamente desierta, y cuando estaba en la calle, no cesaba de buscar deliberadamente un refugio en que poderse eventualmente guarecer? ¿Y por qué, de no haber estado asustado, le habría parecido tan súbitamente juiciosa y deseable la precaución de no salir a la calle después del atardecer? ¿Por qué todo ello, en efecto?

Y cuando John Silence insistió, con tacto, en que diese alguna posible explicación de estas cosas, confesó, disculpándose, que no podía dar ninguna.

—Era simplemente el terror de que en cualquier momento podía pasarme algo, amenos que me mantuviese siempre alerta. Sentía miedo. Era instintivo —fue todo lo que pudo decir—. Tenía la impresión de que toda la ciudad iba detrás de mí, que me querían para algo, y que, si conseguían hacerse conmigo, ya podía darme por perdido, a mí o, al menos, a mi yo conocido, para caer en un desconocido estado de conciencia.

Pero yo no soy psicólogo, ya lo sabe usted —añadió humildemente, y no sé explicarlo mejor.

Hizo éste, su gran descubrimiento una tarde que se dedicaba a holgazanear por el patio en espera de que le llamaran para cenar; e inmediatamente subió a su apacible habitación, al fondo del tortuoso corredor, para pensar a solas sobre aquello. Cierto que el patio también estaba vacío, pero en él siempre existía la posibilidad de que aquella enorme mujer, tan temida por él, saliese de cualquier puerta, con el pretexto de hacer calceta, y se sentase allí a espiarle. Esto ya había pasado varias veces y no podía soportar ya ni la simple vista de la corpulenta mujer. Aún se acordaba de aquellas extrañas fantasías que se le habían ocurrido al principio, de que ella iba a saltar sobre él en el momento en que la volviese la espalda, y que caería sobre su cuello de un solo salto demoledor. Por supuesto, no era más que una tontería, pero no podía quitárselo de la cabeza; y, cuando una idea se empieza a comportar de esta forma, deja ya de ser una tontería para convertirse en algo importante y real.

Subió, pues, por las escaleras. Estaban oscuras y aún no habían encendido las lámparas de aceite en el corredor. Anduvo a trompicones por la desigual superficie del viejo entarimado y pasó junto a las sombrías siluetas de las puertas del corredor — puertas que nunca había visto abiertas— que sin duda daban a habitaciones que nunca parecían tener ocupante. Anduvo, según su nueva costumbre, sigilosamente y de puntillas.

A mitad de camino del último tramo de corredor, precisamente del que conducía a su cuarto, había un brusco recodo, y fue en él donde, mientras tentaba a ciegas las paredes con las manos extendidas, tocaron sus dedos algo que no era pared, algo que se movía. Era algo suave y cálido, indescriptiblemente fragante, y que le llegaría a la altura de su hombro; y él, inmediatamente, pensó en un gatito peludo y perfumado. Al momento siguiente se dio cuenta de que se trataba de algo radicalmente distinto.

Sin embargo, en vez de investigar más —sus nervios, según confesó, estaban demasiado sobreexcitados para ello—, lo que hizo fue encogerse todo lo que pudo contra la pared opuesta. La cosa, fuera lo que fuese, pasó a su lado, deslizándose con un murmullo suave, y luego, retirándose con pasos leves por el corredor por donde él acababa de llegar, desapareció. Le llegó una ráfaga de aire cálido y perfumado.

Durante un momento, Vezin contuvo la respiración y permaneció en silencio total, medio apoyado en la pared; y luego, de pronto, cruzó casi corriendo la distancia que le quedaba, entró precipitadamente en su cuarto y cerró a toda prisa la puerta. Sin embargo, no había sido el miedo lo que le había hecho correr: era excitación, una excitación placentera. Sus nervios hormigueaban y un fuego delicioso le recorría todo el cuerpo. Como en un relámpago, se dio cuenta de que esto era precisamente lo mismo que había sentido hacía veinticinco años, cuando, siendo un muchacho, se enamoró por primera vez. De arriba a abajo le recorrían cálidas oleadas de vida que le inundaban en un remolino de dulce placer. De pronto, se había vuelto tierno, amoroso, apasionado.

La habitación estaba completamente a oscuras, y se dejó caer en el sofá que había junto a la ventana, intentando dilucidar lo que le había sucedido y su posible significado. Pero lo único que en aquellos momentos podía comprender claramente es que en él acababa de verificarse un cambio etéreo, mágico: ya no quería irse de allí, ni siquiera pensar en ello. El encuentro en el corredor lo había cambiado todo. Aún flotaba a su alrededor el extraño perfume que hechizaba su razón y su alma. Pues sabía perfectamente que había sido una mujer joven quien había pasado junto a él y una cara de mujer joven lo que sus dedos habían tocado en la oscuridad, y se sentía, incomprensiblemente, como si ella le hubiera besado, como si le hubiera besado de lleno en los labios.

Temblando, se sentó en el sofá junto a la ventana y se esforzó en poner en orden sus ideas. Era completamente incapaz de comprender cómo el simple paso de una joven junto a él en la oscuridad de un estrecho pasillo podía haber comunicado un estremecimiento tan fulgurante a todo su ser, hasta el punto de estar todavía agitado por la dulce impresión. ¡Sin embargo, así era! Era tan innegable como imposible de analizar. En sus venas había penetrado alguna especie de fuego antiguo que ahora corría tumultuosamente por su sangre, y el hecho de que tuviese cuarenta y cinco en vez de veinte años no significaba lo más mínimo. Por encima de todo, de su tormento interior y confusión emergía un único hecho saliente y definitivo: la mera presencia, el contacto meramente casual con aquella muchacha desconocida, invisible en la oscuridad, había sido suficiente para despertar fuegos dormidos en lo hondo de su corazón y levantarle todo el ánimo, desde un estado de perezosa debilidad a otro de desgarradora y tumultuosa excitación.

Al cabo de un rato, sin embargo, la edad de Vezin empezó a manifestar sus poderosos efectos, se tranquilizó algo, y cuando por fin sonó un golpecito en la puerta y oyó la voz del camarero notificándole que la cena estaba ya dispuesta, hizo un esfuerzo y bajó lentamente las escaleras que conducían al comedor.

Cuando entró, todos levantaron la vista hacia él, pues llegaba con mucho retraso; pero él ocupó su asiento de costumbre, en el rincón alejado y empezó a comer. Todavía le perduraba un cierto temblor en los nervios, pero el hecho de haber cruzado patio y vestíbulo sin ver ninguna mujer había contribuido a calmarle un poco. Comió tan de prisa que casi pareció estar representando la escena habitual de la mesa redonda tan frecuente en muchas posadas, y, de pronto, atrajo su atención un leve cambio acontecido en la estancia.

Su silla estaba colocada de tal manera que la mayor parte de la larga salle á manger quedaba a su espalda; mas no necesitó volverse para saber que la misma persona con que se había cruzado en el corredor acababa de entrar en la habitación. Sintió su presencia mucho antes de ver u oír algo.

Luego se puso tenso cuando los viejos, únicos huéspedes además de él, se fueron levantando uno a uno de sus sitios y cambiaron saludos con alguien que pasaba junto a ellos, de mesa en mesa. Y cuando, por último, con el corazón latiéndole furiosamente, se volvió para cerciorarse por sí mismo.

Vio la figura de una jovencita flexible y esbelta que atravesaba la habitación hacia la mesa del rincón que él ocupaba. Andaba maravillosamente con la gracia sinuosa de una joven pantera, y su proximidad le llenó de un tan delicioso aturdimiento que en un principio fue totalmente incapaz de fijarse en su cara y de pensar qué significaba allí la presencia de aquella criatura que de nuevo le hacía sentirse lleno de calor y felicidad.

—Ah, ¡Ma'mselle est de retour! —oyó murmurar a su lado al viejo camarero; y sólo le había dado tiempo a figurarse que debía de ser la hija de la propietaria, cuando ya estaba ella a su lado y oyó su voz. Se dirigía a él. Vio confusamente unos labios rojos, dientes blancos, reidores, y unos descuidados rizos de fino cabello oscuro entorno a sus sienes; todo lo demás era como un sueño en el que su propia emoción se interponía como una pesada nube ante sus ojos y le impedía ver los detalles de aquel rostro y darse cuenta también de lo que él mismo hacía. Sin embargo, sí se la dio deque ella le estaba saludando con una graciosa y leve reverencia, que sus ojos grandes y bellos se miraban profundamente en los suyos, que el perfume que había sentido en el pasillo oscuro llegaba de nuevo hasta él, y que ella se inclinaba hacia su cara, apoyando una mano en la mesa, junto a su brazo. Se hallaba muy cerca —esto era lo principal— y le estaba explicando que ella siempre se interesaba mucho por el bienestar de los huéspedes de su madre y que ahora venía a ofrecer sus servicios al último llegado, es decir, a él.

—M'sieur ya lleva aquí unos pocos días — oyó decir al camarero; y luego oyó la voz de ella, dulce, musical, que replicaba:

—Ah, pero M'sieur no irá a dejarnos precisamente ahora. Mi madre es muy vieja y muchas veces no puede atender debidamente al confort de nuestros huéspedes; pero ya estoy yo aquí y pondré remedio a todo —rió deliciosamente—. M'sieur quedará satisfecho.

Vezin, pugnando con su emoción y su deseo de mostrarse educado, medio se levantó para agradecer tan halagüeñas palabras y consiguió tartamudear una especie de respuesta; pero, al hacerlo, su mano rozó casualmente la de ella, que estaba apoyada en su mesa, lo cual le transmitió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Los mismos cimientos de su alma se tambalearon en sus profundidades. Vio los ojos de ella fijos en los suyos con una mirada de atenta curiosidad; y, un momento después, observó que, en su turbación, se había vuelto a sentar en la silla, incapaz de hablar, que la muchacha ya se iba, atravesando de nuevo el comedor, y que él se había puesto a comer la ensalada con un cuchillo de postre y una cucharilla de café.

Anhelando que volviese y temiendo lo, al mismo tiempo, engulló de cualquier manera el resto de la cena y en seguida se marchó a su habitación para quedarse a solas con sus pensamientos. Esta vez los pasillos estaban iluminados y no tuvo en ellos ningún contratiempo excitante, a pesar de que el tortuoso corredor se hallaba lleno de sombras y, de que el último tramo, desde el recodo de marras en adelante, le pareció más largo que nunca. El corredor no era llano, sino que tenía un cierto declive, como un sendero en la ladera de una montaña; al recorrerlo suavemente, de puntillas, le dio la sensación de que en realidad aquel pasadizo le iba a conducir al exterior de la casa, al mismo corazón de un gran bosque antiguo. El mundo cantaba en su alma. Por su cerebro revoloteaban extrañas fantasías; y una vez en su habitación no encendió las velas, sino que se sentó junto a la abierta ventana y estuvo pensando largamente, soñando sueños remotos que espontáneamente y en bandadas acudían a su mente.

CONTINUARA...

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